Ochocientos mil es un número grande y si se trata de personas puede ser la cantidad de habitantes de una ciudad y hasta de un país, o la cifra de miembros de un movimiento social o político. Es de esperar que en una democracia, que se cancele abruptamente, por decisión unipersonal de un gobernante, algo que ochocientas mil personas se habían propuesto hacer, debería generar encendidas protestas en las calles y largos debates en los medios de comunicación y en el parlamento.
Pero si, además, es un secreto a voces que esa decisión unipersonal es el fruto de cabildeos en los que se complace a unos pocos políticos para obtener de ellos apoyo en un distrito que se juzga decisivo para una elección presidencial entonces en esa democracia modelo debería, como dice una antigua frase, “arder Troya”.
Sin embargo, debido a una decisión del Presidente Donald Trump, ochocientos mil ciudadanos estadounidenses han perdido sus reservas para viajar como como cruceristas a Cuba y todos felices.
¿Protestas de los afectados? Ninguna. ¿Debates en el Congreso federal? Ninguno. ¿Editoriales de los periódicos? Mucho menos.
Cuando el gobierno cubano puso un límite de precios a los transportistas privados para garantizar la accesibilidad de ese servicio y eso provocó desacuerdos entre choferes y dueños, muchos medios de comunicación estadounidenses siguieron día a día el tema, hablando de “protestas” y “huelgas” pero resulta que ahora que son sus ciudadanos los afectados, incluyendo los propietarios de 17 compañías, con 25 barcos, no ha sido lo mismo.
Si sólo el 1% de esos 800 000 afectados por la cancelación de los cruceros (equivalente a 8000 personas) le escribiera a su congresista, protestara frente a las oficinas federales en su estado, o hiciera llegar una carta a esos medios de comunicación cuyo servicio a las audiencias son el modelo para quienes aún creen en la llamada prensa libre, tendríamos alguna noticia al respecto, pero del uso de esos espacios para defender lo que el Presidente Obama llamaba “valores universales” cuando se dirigía a los cubanos, no llegan ni señales de humo.
The New York Times está en guerra contra Trump, pero ya no escribe combativos editoriales pidiendo cambiar la política hacia a la Isla sino que hospeda una sección en que izquierdistas arrepentidos tratan de enterrar el cadáver de sus antiguas convicciones pasando por que escriben sobre la Revolución cubana.
Aquellas estrellas que viajaban a Cuba, hacían películas y video clips en las calles habaneras y disfrutaban del sol, la música y la simpatía de los cubanos ya no sólo no se se atreven a visitarnos. La libertad de expresión reinante en su país no les motiva a opinar sobre asunto tan nimio que afecta a ochocientos mil de sus conciudadanos, además de las decenas de miles de cubanos que tan amablemente, según propio testimonio, los pasearon en sus almendrones y los sirvieron en sus paladares.
Bueno, en definitiva poner un límite a viajar por placer no es para tanto y siempre el crucero puede ir a otro lugar, hay causas más importantes que en estos momentos movilizan a los estadounidenses como los temas migratorios, diría alguien. Pero es que hay cientos de miles de cubanos residentes en Estados Unidos cuyos familiares en la Isla ahora tienen, por las mismas decisiones unilaterales, enormes dificultades para visitarlos o emigrar y reunirse con ellos, además de sufrir los efectos de las medidas adicionales contra los viajeros norteamericanos a Cuba, pues no pocos están conectados con negocios privados allí dedicados al servicio turístico, y tampoco tenemos noticia de que se escuche su voz, excepto cuando los medios de comunicación cubanos le dan voz a la minoría no silenciosa que tiene el valor de desafiar la maquinaria político-mediática dominante en Miami.
¿Qué democracia es esa? ¿O es que ni los versos de un extraordinario soneto amoroso del gran poeta Nicolás Guillen -“silencio, nadie a mi dolor responde”- pudieran invocarse porque nada hay que responder cuando nadie pregunta?
Fuente: Lapupilainsomne